Van Gogh y da Vinci, cuento Traductor traducir
En una realidad nevada, donde los tiempos y las épocas se cosen en un lienzo único, ocurrió algo increíble: Van Gogh y Leonardo da Vinci se conocieron en una acogedora tabernita en la encrucijada de los tiempos. Fuera del tiempo, fuera de la realidad ordinaria, donde todo es posible para la imaginación humana.
La taberna estaba decorada con tapices de colores e iluminada por la cálida luz de unas velas que parecían eternas, que nunca se derretían. La tormenta de nieve que caía tras las ventanas hacía que se sintiera desconectada de todo lo que ocurría en el mundo, pero en el interior reinaba la calidez y la intimidad, justo el tipo de lugar en el que se puede hablar de arte sin parar.
Van Gogh, con su abrigo familiar, el pelo rojizo ligeramente alborotado como tocado por el viento, estaba sentado ante una mesa de madera pintada con su propio pincel, inmerso en el trabajo de una nueva versión «de La noche estrellada». Su energía y su pasión por el color estallan como aptas pinceladas sobre el lienzo.
Leonardo, epítome de la calma y la mesura, se acercó a la mesa con una taza de espresso italiano aromatizado. Sus ojos estaban llenos de curiosidad y su mente de una eterna búsqueda de conocimiento.
«Pones tanto sentimiento en tu pintura, como si cada color fuera el grito del alma», comenzó Leonardo mientras empezaba a observar el febril trabajo de Van Gogh.
«Los sentimientos son lo que nos hace vivir», respondió Van Gogh sin apartar los ojos de su obra. - Mis cuadros son yo. Mis miedos, mis sueños, mis pasiones».
Leonardo, por su parte, contraatacó suavemente: «El arte debe aspirar a la perfección de la forma y al ideal de belleza. Debe ser reflexivo, significativo, como las matemáticas de la naturaleza, casi científico».
Van Gogh negó con la cabeza, con la voz temblorosa de pasión: «¡El arte no debe ser frío y calculador! Debe sonar como la música del viento, ser salvaje como una tormenta, impredecible y repentino, como un destello de luz en un cielo oscuro».
Leonardo sonrió, su risa suave y profunda, como un eco en algún antiguo taller: «Hablas con tus cuadros como animales en un bosque. Pero la maestría es, sobre todo, disciplina y control».
«¿Disciplina? ¿Control?» - La mirada del artista holandés expresaba una mezcla de preocupación y deleite. - «¿Cómo puedes controlar algo que aún no comprendes del todo? Mis sentidos e instintos son mis maestros, me muestran el camino».
«¿Pero no ves que detrás de las reglas y las proporciones está la verdadera armonía? Cada línea, cada contorno debe ser trabajado hasta el último detalle, porque la belleza es siempre exacta», insistió Leonardo.
«Y yo veo belleza en el caos», replicó Van Gogh, con los ojos cada vez más brillantes. - «No, no en el caos… En la armonía de los sentidos. Mis cuadros pueden parecer agitados, pero son exactos en su desorden, vivos en su veracidad».
Los dos artistas se miraron, y en ese momento la pausa entre ellos se llenó de respeto mutuo. Parecía haber una electricidad viva en el aire, una chispa capaz de encender una llama en el corazón de cualquiera que presenciara su diálogo.
«Tal vez nuestro arte no sea más que caminos diferentes hacia el mismo objetivo», comentó tranquilamente Leonardo. - «Buscamos comprender el mundo y expresar su esencia, cada uno a nuestra manera».
Van Gogh asintió pensativo, inclinándose sobre su obra. «Sí, quizá tengas razón. Nuestro arte es un diálogo, no el final de una conversación».
A pesar de que el tiempo y el espacio entre ellos se habían desvanecido inexplicablemente de los cimientos de la realidad, la sinceridad de su conversación demostraba que el nombre de Leonardo y el nombre de Van Gogh no eran meros ecos del pasado; eran almas vivas dedicadas al arte.
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